29 de enero de 2010

Una flor podrida dentro de una jaula.

Pasa el tiempo, cambia la gente de mi alrededor, el paisaje envejece, y el tiempo pasa. Muchas cosas han cambiado desde la última vez que me decidí a escribir. Para bien o para mal, he ido avanzando. Mientras caminaba me he ido alimentando de vanas esperanzas, y como una flor a la que riegas demasiado, me he acabado pudriendo por su culpa.

Un viejo reencuentro con los viejos amigos, la frustración. Frustración, o mejor dicho, no saber aceptar los límites personales e intentar ir más allá. Puede que consigas superarlos, pero no todos son aptos para ello. Otra vez, una detrás de otra, otra batalla hasta la extenuación, otra súplica, quiero sentirme vivo, quiero respirar, necesito romper mis grilletes. Todo esto ha sido el humo que desde siempre ha emborronado mi visión. Solo cuando te das de bruces contra el suelo eres capaz de ver lo que tienes delante, la descompuesta realidad. Es solo cuando estas en un charco creado por tu propia sangre cuando te das cuenta, no solo se vive de aspiraciones, ya no es tiempo para los soñadores.

Revivo el dolor visceral del despertar, la opresión, y la desesperación. Cuando te cogen por los tobillos no puedes andar, solo tienes una salida. Y te quedas sentado, cada día sientes que esa fuerza se va, como si nunca hubiera existido, pierdes la pasión por sentirte humano, y acabas convirtiéndote en una máquina, sin emociones, sin sentimientos. La presión, la depresión, la agonía, aveces debes cargar con todo, aveces esas emociones no son tuyas, pero debes cargarlas, los lazos de sangre te unen a ellas.

Hay un gran desorden, una conmoción. Las palabras mismas se confunden. Ahora toca cargar, y no aspirar a ir más allá del borde. Toca aceptar, claudicar. Aceptar la derrota. El despertar de mañana queda lejos, ni si quiera hay fuerzas para disipar la neblina de mi alrededor, solo queda contemplar el dolor, ni siquiera la imaginación se atreve a volver.

Y el anochecer, entre gritos y golpes, con el estomago abierto, las vísceras esparcidas por la pared. Sangre y piel son la manta que me arropa. Desmembrado, ciego, estropeado.